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Apasionado…

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Delante de ese escaparate, viendo hacia la nada y solo como un acto reflejo, me quedé por unos minutos así.

No deseaba sencillamente hacer o decir nada. Me sentía simplemente cómodo en esa postura y no estaba dispuesto en cambiarla.

La rutina había hecho estragos en mi persona y definitivamente no tenía ni necesidad ni antojo de nada.

Cavilando acerca de nada y mirando a la nada, repentinamente un ligerísimo destello rojizo me hizo rotar mis ojos, para de manera simplemente instintiva ver qué era eso que había roto mi trance.

No la reconocí en un principio, pero como si un mazo enorme me hubiese golpeado en la cabeza, un zumbido y esa sensación de “flash-back” me hicieron recordar así de repente quién era ella.

De manera espontánea se dibujo una sonrisa muy leve en mi rostro, cosa que ella notó y devolvió con una sonrisa aún más evidente.

No me podía mover pues estaba inundado de recuerdos y mi muy turbada mente no podía enviar la orden correspondiente hacia mis extremidades. Ella entonces vino a donde yo estaba.

No me imagino mi cara de imbécil que en ese momento tenía puesta, pues ella simplemente con su mano levantó mi mandíbula y simplemente me abrazó.

Solo pude responder con mi brazo derecho, mientras el izquierdo colgaba inerte. Ella tenía el rostro iluminado y con esa voz tan bella comenzó a hacerme las preguntas de rigor.

Mis respuestas fueron de casi un autómata, pero ya empezaba a salir de mi trance de recuerdos profundos pues pronto recuperé mi característica elocuencia.

Comenzamos a caminar sin rumbo por esas anchas aceras adoquinadas, mientras simplemente se volcaban los recuerdos y se convertían en sonrisas y palabras.

El aroma de la comida que en ese momento nos inundó nos hizo a ambos segregar suficiente saliva, como para escucharse bastante fuerte el momento de deglutirla.

Nos miramos y como niños hambrientos entramos a aquel pequeño pero muy bien montado restaurante en donde se alcanzaban a ver no mas de diez mesitas.

Nos recibió una rubicunda mujer ataviada como bávara, quien tras darnos la bienvenida con esa atronadora voz, procedí a alejar la silla para que ella se sentara.

Esto le pareció genial a la dueña del mesón, pues de inmediato y con un guiño picaresco me mencionó que hacía mucho que no veía ese gesto de parte de un hombre.

Pedí trajese una botella de vino tinto, dos copas y un plato lleno de embutidos.

Llegó de inmediato mi orden y como galantería de la casa, una charola llena de semillas recién tostadas fue colocada en nuestra mesa.

Llené su copa y después la mía. Sin más ceremonia que un chocar de copas procedimos a beber y comer mientras platicábamos.

Así pasó la tarde y la noche con su negro manto provocó que las lamparitas del alumbrado público se encendiesen. Pregunté entonces a la propietaria del local a qué hora cerraba, pero ella me respondió que ese mesón no tenía hora de cerrar.

Simplemente agradecí y volví a la plática con ella, en donde los temas ya no eran ni el pasado ni acerca de quienes no habíamos visto mas. El presente era el tema principal.

Sería el vino, los embutidos, las semillas o la combinación de todo eso con el muy acogedor ambiente, pero de pronto yo empecé a sentir esa hermosa sensación que no sentía desde hacía mucho tiempo al escucharla hablar.

Cada palabra era una caricia a mis tímpanos, provocando de inmediato un erizamiento de los folículos pilosos de mi nuca. Un rico calorcillo recorrió mis orejas y mi cuello, provocando al final un evidente enrojecimiento de todo mi rostro.

Ella preguntó si me sentía bien, pues me veía muy enrojecido. Yo simplemente no pude hacer otra cosa que confesarle el por qué.

Ella se sonrojó, pero definitivamente fue un elogio para su ego pues ahora ella se deshacía de ese chal que descubrió de inmediato ese par de senos que desde siempre me habían gustado.

Qué bellísimo espectáculo el ver como subían y bajaban con su lenta y pausada respiración. Yo por más que quería no podía dejar de verlos. Pensé que ello provocaría que ese momento se acabara de manera violenta.

Para mi sorpresa, ella se acercó a mi, y con un susurro como quien cuenta un secreto muy especial, me preguntó si deseaba verlos.

Yo me retiré un poco y procedí a voltear para todos lados para estar seguro de que nadie nos viera. Solo vi salir a la mesonera quien estoy seguro que adivinó nuestras intenciones.

Cuando volteé para indicarle que sí, ella ya había descubierto ese terso y turgente par de tesoros rosáceos. Quedé impávido e inmóvil por un buen rato hasta que ella los tomó con sus manos, los elevó y yo simplemente me dejé llevar.

Besé tiernamente cada uno de esos pezones, pero la tentación pudo más que la compostura y de pronto estaba llenando toda mi boca con sus senos.

Desesperado como un infante succioné cada seno mientras que ella suspiraba y jadeaba quedito.

Mis manos descubrieron todo ese escultural torso y pronto gozaba de ese vientre maravilloso.

Caímos al piso y levantándole su falda con mis manos procedí a besar su pubis.

Retiré con delicadeza sus bragas y mi lengua degustó su cavidad vaginal, recibiendo como recompensa esas caricias en mi nuca.

Seguí adelante y ya todo su cuerpo era mío para que mis labios y mi lengua explorasen esa tierra maravillosa.

Con sus manos retiró mi cinturón y hábilmente bajó mis pantalones y mi ropa interior, dejando ver un erecto y muy hábido pene, que ella misma colocó en su vagina.

Nos amamos como locos en ese piso, sin reparar en nada ni en nadie. Nos volcamos profundamente en la pasión, mientras simplemente y sin decir nada, nuestros cuerpos eran uno solo en esos vaivénes frenéticos.

En posición a cuatro puntos y obsequiándome su ano, terminamos de copular como locos, habiendo ella estallado en un muy húmedo orgasmo y yo en una abundante eyaculación.

Agotados, saciados, felices y jadeando en ese piso, simplemente nos besamos tiernamente mientras uno intentaba vestir al otro.

Silencio absoluto. Nadie fue testigo. Ella y yo nos pusimos de pié, alisamos nuestras ropas y revisamos que no nos faltase nada.

Yo puse unos billetes en la mesa que consideré más que suficientes para pagar por el vino, los embutidos y un plus por el excelente servicio.

Le ayudé a colocar sus pliegues de su falda y revisando que no quedara rastro alguno, simplemente caminamos calladitos a la salida.

Caminamos un buen rato en silencio y sin quererlo, estábamos ya a la puerta de su casa. Me invitó a pasar a tomar algo, mas en ese momento consideré prudente el declinar amablemente esa invitación.

Ella entendió de inmediato que en ese momento todo había sido tan perfecto que así por el momento debía quedar.

Compartimos nuestros números telefónicos y demás datos necesarios para localizarnos uno al otro. No quedaba duda. Nos habíamos por fin reencontrado y en esa tarde, habíamos sellado nuestro compromiso para toda la vida.


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